Carmen González Coya. Una vida consagrada a la enseñanza y a la Revolución.
                                                            El inicio de una vida dedicada a la educación podría comenzar con una llamada telefónica. De un lado de la línea, el director de la Vocacional Lenin; en la sala de un hogar, un padre escuchando en silencio. Fidel Castro pedía a un grupo de estudiantes formarse como profesores en la Unión Soviética. Y Carmen González Coya Uriarte, su hija, dijo que sí.
«Lo hice por principios», explica ahora, con esa convicción que marcó a toda una generación. «Cuando el Comandante llamaba, los jóvenes acudíamos. Sin calcular sacrificios, yo era dirigente estudiantil y di mi palabra». Confiesa que soñaba con ser psicóloga, pero el magisterio era un destino cercano.
Su padre —abogado de traje impecable y corbata, hombre de valores a quien algunos miraban con recelo por su origen burgués— comprendió el momento histórico. Él, que había sido el primero en subir la escalinata de la Universidad Central de Las Villas al triunfo de la Revolución, apoyó la decisión, aunque separarse de su hija fue difícil para él.
Aquella tierra lejana recibió a la joven con idioma extraño y frío cortante. Regresó convertida en profesora de pedagogía-psicología, lista para servir. El Instituto Superior Pedagógico Juan Marinello fue su primer campo de batalla: tizas, pizarrones y la misión de formar maestros. Al evocar aquellos años, su voz conserva un temblor apenas perceptible.
Su historia se entrelaza con los grandes programas de la Revolución: formó maestros emergentes, trabajó en escuelas para médicos extranjeros, llevó la educación a Panamá y Angola. «Esas misiones —confiesa— me hicieron amar más a la Revolución. Comprendí lo que hace por nuestro pueblo y por el mundo».
Aunque siendo niña no pudo sumarse a la Campaña de Alfabetización, la vida le daría su oportunidad décadas después. En un remoto pueblo panameño, aplicando el método «Yo, sí puedo», descubrió realidades que ninguna novela mostraría. Allí, incluso trabajó con personas discapacitadas, por solicitud expresa de las autoridades locales.
Angola le dejó otra huella: el reconocimiento espontáneo de quienes se acercaban a agradecer a Cuba. Y el dolor de perder estudiantes por enfermedades que en su país llevaban décadas erradicadas. «Les pregunto a mis alumnos si saben qué es la poliomielitis —dice—, y no pueden hablar de ella».
El tema da pie a otro. Aquí, una lágrima asoma. La emoción no es solo por el recuerdo, sino por la gratitud: la medicina cubana le salvó la vida cuando venció un cáncer. A sus 73 años, sigue en las aulas no por obligación, sino por vocación.
Hoy dirige el departamento de Inglés, querida por sus colegas aunque cansada de subir y bajar escaleras, y confiesa tener el compromiso con el proceso de acreditación de la carrera de Licenciatura en Inglés y con sus alumnos, pero que no se va todavía por temor a «encerrarse en casa».
De todas sus tareas, la que más ama sigue siendo la misma: educar. Y al recordar aquella joven que dio su palabra al Comandante, una sonrisa renace. Aquel sí por principios no solo transformó su vida —transformó el destino de cientos de personas.
Por: Yasnier Hinojosa
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